Educación: una propuesta revolucionaria


La educación en Argentina no va nada bien. Basta ver las comparaciones en el rendimiento de nuestros estudiantes con los de otros países. Más dramática es la poca capacidad de contención que tiene, sobre todo, en el nivel secundario. Casi la mitad de los alumnos abandonan durante la adolescencia. Así se conforma esa inmensa masa de jóvenes “ni-ni”, que no estudian ni trabajan.
El deterioro no es nuevo sino que arrastra décadas. Y no se trata sólo de un problema de recursos, ya que en los últimos años ha recibido un presupuesto mejorado en varios puntos del producto interno bruto (PIB).
Los especialistas hacen foco en tres enormes desafíos: los docentes no tienen el nivel de preparación adecuado para educar a las nuevas generaciones, más allá de su buena voluntad; los contenidos y la metodología han quedado obsoletos, y el colegio –como institución– es mal utilizado para contrarrestar los impactos sociales de la desintegración social y familiar, la violencia, la desnutrición y el consumo de sustancias.
Como me dijo una maestra de un barrio marginal: “De aquí se fueron todos y dejaron al colegio (y al cura y al pastor) en el medio de esta realidad para que se las arreglen solos”.
¿Progresistas?
Sin intención de hacer una “cacería de brujas”, es necesario subrayar que la educación pública argentina viene siendo planificada, conducida y gestionada por dirigentes y técnicos que podríamos enrolar en el espectro ideológico de la centroizquierda.
Ellos mismos se autotitulan “progresistas”, pero su fórmula ha sido producir la transformación social a través de un esquema centralizado por el Estado y gestionado por grandes burocracias.
Todos los gobiernos nacionales, desde Raúl Alfonsín a Cristina Fernández, los provinciales (incluso los municipales) negociaron políticamente la cartera de Educación con estos sectores. Y bajo la influencia de esas ideologías, se han probado una y mil variantes de reformas, como si fuera un laboratorio de humanos.
El fracaso está a la vista. Las últimas incursiones de La Cámpora en escuelas y jardines o los libros obscenos que envía el Ministerio de Educación de la Nación a las escuelas son epílogos grotescos de esta “militancia educativa” llevada a su extremo.
¿Debemos poner entonces a la educación pública en las manos de la centroderecha? Eso sería un error igual de funesto que el que hemos cometido en estas tres décadas.
La propuesta revolucionaria es que apostemos, como sociedad, a una educación que supere sus enormes falencias, no a través de una gestión estatal centralizada, sino al calor de la diversidad que produce la intromisión de la sociedad civil, la iniciativa privada y comunitaria y la decisión de los padres en este ámbito que hoy los repele.
Hablo de permitir que un porcentaje importante de las escuelas públicas de gestión estatal pasen a ser inspiradas y dirigidas por actores sociales, instituciones civiles o religiosas, cooperadoras de padres o emprendedores. Cada uno le dará su impronta, respetando –por supuesto– un núcleo básico de contenidos universales y mecanismos que garanticen la calidad educativa.
Círculo virtuoso
El principio de subsidiariedad aplicado al ámbito de la educación pública puede producir un verdadero círculo virtuoso, de abajo hacia arriba. Los fondos seguirían siendo aportados por el Estado en su totalidad, como ahora, pero su administración sería más eficiente, pues estaría en el nivel donde deben tomarse las decisiones y sujeta a resultados.
La “revolución” se completaría promoviendo que los padres que envían a sus hijos a escuelas públicas también puedan elegir la institución que mejor los interprete. Que incluso puedan premiar o castigar el desempeño de la escuela moviendo sus chicos si no están conformes. Dado que ahora el boleto educativo gratuito permite que los niños se movilicen sin costo hacia cualquier escuela, podríamos avanzar sin problema en este sentido.
Imaginemos un sistema educativo plural y diverso; con algunos colegios públicos preparados para enseñar religiones y otros que no; unos que se inclinen por la música; otros por el deporte; con una rápida salida laboral; aquellos que planteen educación mixta y los que no; los que ofrezcan educación “militar” o se adapten a su medio rural; los que propongan muchas actividades extracurriculares: inglés, portugués, ajedrez, artesanías o tornería...
¡Qué shock de vitalidad para nuestra educación hoy tan anquilosada! Derribar esa muralla que tanta desigualdad produce entre la educación pública y la privada. Y dejar que la gente sea la protagonista, y no el funcionario de turno. ¿Hay margen para debatir estas ideas en una sociedad tan “estatizada”? Al menos pensémoslo para las escuelas públicas por inaugurar hacia el futuro.
Aconsejo ver este video de la Fundación Libertad y Progreso que va en la misma línea que este artículo.