A nuestra generación le está faltando un relato propio (la nueva utopía)

Nuestra generación necesita empezar a construir su propio relato. No hablo todavía de proyecto porque eso tal vez nos queda grande. Hablo de ponernos de acuerdo al menos en el diagnóstico.
Ya estamos dejando la juventud tardía y nos encaminamos al momento clave donde supuestamente “manejaremos el mundo”. Los mayores aportan su experiencia. Los jóvenes su idealismo. Pero a nosotros ya nos tocó el turno de Hacer-la-realidad.   

Sin embargo el escepticismo sobre las posibilidades de generar cambios relevantes en la esfera pública ha sido fruto de un proceso tan profundo e impactante, que arribamos a esta etapa de nuestras vidas sin habernos tomado el trabajo de tener demasiado en claro qué hacer, cómo y mucho menos porqué.
Propongo para nuestro relato aún pendiente el siguiente comienzo: en el transcurso de los últimos 20 años, que deberían haber servido para forjar el carácter de nuestra generación y nuestra adhesión a la causa de la libertad, pasamos de un extremo a otro sin solución de continuidad y eso indudablemente nos afectó.   

Nos iniciamos (al menos es mi caso) al mundo de las inquietudes ciudadanas y políticas, en el año que caía el Muro de Berlín. Fue una explosión de esperanza. Se terminaba el mundo bipolar: el comunismo había sido derrotado. Las democracias latinoamericanas caminaban hacia la consolidación y las democracias del resto del mundo comenzaban a explotar como “pop corn” en los más diversos puntos del globo terráqueo.
Como sería la influencia positiva que tenía esa coyuntura sobre nuestra visión que, en lo particular, mis dos primeros escritos publicados se llamaron La Nueva Utopía y el Gran Desafío. En ambos ya exhortaba a los jóvenes de mi generación a ser protagonistas de lo que aparecía como un “momento histórico”. Sentía en esos años la responsabilidad de leer entrelíneas el signo de los tiempos y no podía dejar de lado una cierta ansiedad por lo que se suponía un cambio inminente, muy profundo y muy prometedor.
En la facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba (donde cursé mis estudios universitarios), de repente, la materia más importante pasaba a ser Derecho Internacional Público, porque había una gran expectativa en que la ONU y los organismos supranacionales pudieran construir rápidamente el armazón de convivencia, paz y progreso de un mundo que ahora sería multipolar (la aldea global).
Las estrellas de la Comunidad Europea brillaban más que nunca como luceros del futuro y todos los bloques regionales (Mercosur, etc) intentaban lo propio.
El espíritu romántico que cualquier joven abraza en esos años, ya no estaba representado tanto por el “Che Guevara” u otras expresiones violentas, como en los relatos de la otra generación, sino que sentíamos más afinidad con la Madre Teresa de Calcuta, Lech Walęsa y el movimiento Solidaridad de Polonia, los defensores del medio ambiente, o el Papa Juan Pablo II rezando en conjunto con los líderes de todos los credos, por la Paz Mundial. La canción “Vientos de cambio” (winds of changes) de la banda de rock Scorpions era, en cierta medida, el himno de los tiempos que nos tenían como supuestos protagonistas privilegiados.
No fue una cuestión menor que en varios países de la región las economías se estabilizaran y se iniciaran procesos de reforma y privatización. En un corto plazo, los servicios públicos comenzaban a funcionar después de décadas de colapso (los teléfonos, los trenes, los vuelos aéreos), y también comenzaban a verse nuevamente, como hacía tiempo no ocurría, inversiones extranjeras, gerentes y turistas de otros países caminando por las calles. Súbitamente  teníamos acceso a bienes, servicios, música, comidas, libros y espectáculos que durante toda la infancia y la adolescencia habían resultado casi como excentricidades sólo reservadas para el primer mundo (tan lejano). La inminencia del cambio de siglo sólo podría traernos más novedades positivas.
Que todos estos beneficios de una época de libertad y de prosperidad se extendieran al planeta entero era sólo una cuestión de tiempo, en la percepción que teníamos. Ver a ese joven, parando con su sola presencia, los tanques de la Plaza de Tiananmen (más allá del trágico final de aquella protesta) nos impulsaba a creer que todo era posible.
Estoy seguro que no todos sentíamos la misma adrenalina que estoy describiendo. Pero lo importante, en términos generacionales, era que habíamos muchos jóvenes sintiendo ese horizonte abierto ante nuestros ojos y en nuestro corazón.
Fue demasiado rápido que vino la Guerra del Golfo (invasión de Kuwait por parte de Irak y la operación “Tormenta del Desierto”), la declaración del “fin de la historia” de Fukuyama por un supuesto triunfo del capitalismo, las primeras distorsiones en la aplicación del consenso de Washington.
En países como Argentina, Brasil, México o Perú (por nombrar algunos) se sucedieron gobernantes que imponían políticas de tremendos ajustes económicos y reordenamientos sociales, mientras a la par ostentaban en las revistas de vanidades los resultados escandalosos de sus actos de corrupción.  Esos ajustes trajeron desocupación, pobreza y miseria, conflictos sociales y un número cada vez más creciente de personas que ya no estaba tan contentas ni tan esperanzadas.    

Las nuevas amenazas eran inesperadas y nos encontraron completamente desprevenidos. El “pensamiento débil” de Vattimo, el “hombre light” de Rojas, el “Choque de las Civilizaciones” de Huntington o los llamados de atención del propio Juan Pablo II en “Centesimus Annus” sobre el riesgo de haber superado el extremo del comunismo, para caer en otro de distintas pero similares distorsiones…
Todo hizo que la esperanza -casi en forma esquizofrénica- se transmutara en una incertidumbre, distinta en naturaleza pero similar en intensidad a la que vivieron otras generaciones durante la Guerra Fría.   

Las lecturas entonces ya no fueron tan triunfales. Tomaron auge los autores comunitaristas tratando de construir una opción filosófica viable al individualismo político y económico, para que no quedaran fuera los valores. Apareció la “Tercera Vía” y otros intentos de buscar matices, sin perder las esperanzas del comienzo de los 90. El título del libro de Alain Touraine anticipaba, sin embargo, la preocupación que crecía: “¿Podremos vivir juntos?”
Durante esos años, tuve la oportunidad de realizar viajes extensos por Europa, por Estados Unidos y por Latinoamérica. Incluso estudiar un posgrado en una universidad europea. De todas las conclusiones e impresiones que dejaron ese cúmulo -interminable de contar- de experiencias vividas, rescato una particularmente sufrida: el choque entre la riqueza y la pobreza, entre “la civilización y la barbarie”, entre los países desarrollados y los que no. El mismo choque que, en el día a día, observaba en mi propia ciudad entre los ambientes urbanos donde me movía habitualmente y las visitas que hacíamos a los barrios marginales los días sábados con los grupos misioneros…       

Algo no andaba nada bien. Sin embargo, estas realidades no terminaban con nuestra esperanza en un mundo abierto y libre, aunque a la distancia advierto que la dañaron de muerte.
El momento crucial vino en el 2001 con el ataque a las Torres Gemelas, aquella mañana que vimos estrellarse los aviones. Sin solución de continuidad llegaron las crisis económicas y financieras globales (mi país, Argentina, vivió momentos de zozobra por esos años), las teorías mesiánicas de los Bush que obligaban a estar de un lado o del otro, el auge de los populismos iguales de mesiánicos en muchos países de Latinoamérica y el llamado “Socialismo del Siglo XXI”, el desprestigio de las ideas de la libertad económica y el retraso de los procesos de integración, la explosión del narcoterrorismo, los desastres ambientales y el auge de la inseguridad como problema central de las sociedades de todo el mundo.
Fue la última crisis del capitalismo en Estados Unidos y en Europa, la foto de una muralla cruzando América para dividir a Estados Unidos de México o la de un conjunto de presos torturados en la cárcel de Guantánamo, las decisiones unilaterales, las guerras preventivas, la ONU burlada en sus mecanismos, la Iglesia puesta en jaque por escándalos de pedofilia con un Papa pidiendo perdón en cada viaje que realiza…lo que terminó de dar el golpe de gracia a la nueva utopía de un mundo mejor con el que habíamos nacido a nuestro ejercicio de la ciudadanía.
Han sido por tanto 20 años demasiado inciertos, esquizofrénicos podría decirse, acelerados por una tecnología que abre inmensas oportunidades pero que -a falta de un relato de hacia dónde vamos, o mejor aún, hacia dónde queremos ir- en más de una ocasión viene a potenciar esa experiencia de sabor amargo.         

A estas dos décadas tan intensas y tan cruciales en nuestras vidas tal vez podamos “echarle la culpa” por nuestra mediocridad como generación en cuanto a la capacidad de dejar huella. O al menos nos servirá de coartada y pasará a ser el capítulo inicial de nuestro relato a construir.
En verdad toda generación pareciera tener sus propias coartadas para explicar por qué no hizo lo que estaba llamada a hacer. Nunca dejo de sorprenderme, por ejemplo, cuando increpo a la generación pasada por la forma en que adhirieron o permitieron la escalada de violencia política y el auge de los proyectos totalitarios. La respuesta en todos los casos es la misma: fue una reacción a la violencia que ya venía en proceso (“we didn´t start the fire”); una forma de sacarse de encima el peso de sus propios errores.
En nuestro caso, sería muy triste que el diagnóstico de por qué no estamos activos en la vida pública de nuestros países, ocupando en forma contundente posiciones de liderazgo o influencia, sea simplemente que nos casamos (en muchos casos se separaron), nos costó conseguir el auto, la computadora, el celular, y los recursos para poder irnos de vacaciones y comprar la casa y que, simplemente, nos ha quedado cómodo ver pasar la historia por la vereda del frente de nuestra casa o leerla por Internet.