Por Sebastián García Díaz
Ex Secretario de Prevención de la Drogadicción
y Lucha contra el Narcotráfico de Córdoba
En las librerías hay un libro reciente que se destaca. Escrito por el Dr. Esteban Gorritti, abogado de Córdoba que sufrió la dolorosa muerte de su hija Manuela en la tragedia del Ford K, un caso emblemático de los peligros de la nocturnidad juvenil
Admiro a este hombre. De su tristeza supo sacar fuerzas para encarar dos tareas titánicas. Por un lado buscar la verdad: un largo juicio demostró que Manuela no había bebido alcohol en exceso, que se subió en estado de necesidad, debido a la ausencia de medios de transporte público, en el auto de un joven para volver a Córdoba, y qué éste ostentando su imprudencia hasta extremos insospechados, impidió bajar a las chicas que le pedían hacerlo y las condujo a la muerte. Sufriendo todo tipo de incomprensiones, no descansó hasta lograr que la Justicia se expida.
No conforme con eso se puso al frente de una lucha solitaria de bien común para limitar la oferta indiscriminada de alcohol a nuestros jóvenes y adolescentes, causa directa e indirecta de este “genocidio aceptado”, que es el título de su libro.
Por esa admiración, lo convoqué como asesor cuando estuve al frente de la Secretaría que me encomendaron crear. Y todas las acciones que intentamos llevara adelante para controlar la venta de bebidas alcohólicas (y que fueron muchas) tuvieron su estudio, su dictamen y su sello.
¿Cuál es la visión de Gorritti? Es un abordaje integral, pero resumo aquí lo principal. En primer lugar embiste contra el falso prejuicio que somos los padres los “culpables” del consumo de alcohol de nuestros hijos y sus consecuencias. Esto sería tan injusto como liberar a los narcos aduciendo que la culpa del consumo de drogas la tienen los padres. Sin embargo pensar “¿qué culpa tiene el vendedor de alcohol?” es un error tan arraigado en la cultura popular, que constituye el principal obstáculo para exigir una verdadera política de control.
En su lugar, Gorritti propone hacer foco en el único agente que gana dinero vendiendo esta sustancia tóxica de alto riesgo como ha demostrado ser el alcohol, y en ese carácter les exige la conducta propia de un buen hombre de negocios. Esto es: cumplir la ley, no intoxicar a su clientela y no ser indiferente respecto a las consecuencias de su acción de venta.
El acierto es doble. Por un lado, propone algo que es factible instrumentar hoy -ya mismo- y que puede terminar con este genocidio de miles de chicos muertos, accidentados, o víctimas de violencia o embarazos no deseados. Porque un cambio cultural para que padres e hijos eviten voluntariamente el consumo llevará décadas. Y depositar las esperanzas sólo en los controles de alcoholemia de inspectores y policías es tan ingenuo como esperar que el Estado funcione bien en Argentina.
En cambio hacer civil y penalmente responsables a los bolicheros y expendedores de bebidas alcohólicas por las consecuencias de sus actos genera un inmediato y efectivo autocontrol de estos “hombres de negocios” que, como tales, son especialistas en minimizar los riesgos. En definitiva, en las manos de ese bolichero está el admitir o no a un alcoholizado a su establecimiento (y con ello alentar o no el descontrol de las previas), venderle más alcohol durante esas cuatro horas que permanece dentro y por último dejar que el policía que contrata como adicional le permita ir en condiciones críticas o lo retenga dando aviso a las autoridades sanitarias.
El segundo acierto es que no hace falta una “cruzada” para sancionar leyes, porque ya fueron sancionadas… ¡hace 17 años! Es la ley 24.788 de meridiana claridad respecto a la imputabilidad de los expendedores y que se complementa con la Ley Nacional 26.370 de Espectáculos Públicos que ordena convertir a los actuales “patovicas” en auxiliares de la justicia y la salubridad. Entonces lo único que tenemos que hacer en Córdoba es adherir a estas dos leyes y aplicarlas. Eso intentamos cuando estuvimos en la secretaría, pero sufrimos la indiferencia de nuestros legisladores.
Un último acierto -que hice propio siendo funcionario- es alentar la creación de un Registro Único de Expendedores de Bebidas Alcohólicas. Para que, ante la denuncia que alguien está vendiendo alcohol a menores, sea muy sencillo clausurarlo y eventualmente meterlo en prisión y no depender del humor de un intendente, de un fiscal o de un burócrata.
¿Por qué los gobernantes no han receptado estas ideas tan eficaces? De eso se trata el libro. Una verdadera lección que todos deberíamos leer.