El panorama que plantean es inquietante. Narcos, violencia,
desnutrición, marginalidad, discapacidad sin contención. Familias que se
desintegran, niños a la deriva en el sistema escolar, padres que salieron hace
tiempo del mercado laboral y están a merced del clientelismo del gobernante de
turno. Historias de personas que no tienen lo mínimo. Culturas de la
marginalidad que se consolidan y condicionan de por vida. No son planteos
generales, ni frías estadísticas. Son casos concretos, con anécdotas que duelen
de sólo pensar que sucedan a sólo veinte cuadras de la Plaza San Martín.
¿Qué estamos haciendo como sociedad por estos “soldados del
amor” que en el nombre de un Dios en el que todos creemos -más allá de las
particularidades de cada religión- están poniendo el cuerpo solos y librados a
su suerte?
La vocación los llevó al Seminario a estudiar el evangelio -la
buena noticia- para transmitirlo con pasión a cada rincón del mundo. Pero hoy
las circunstancias los han convertido en líderes sociales que ponen abrumados sobre
la mesa las mil y una necesidades de su gente: planes de vivienda para los sin
techo, proyectos para “disponer de algunas computadoras en una pieza que les
han donado, para que los chicos no se queden afuera de lo digital”, “agilizar
un trámite ante tal ministerio para conseguir la silla de ruedas para una
anciana o la pensión para esa mujer sola con nueve hijos”… todos piden un
profesional que atienda a los adictos que les llegan por decenas.
Dentro de las parroquias administran colegios, comedores,
guarderías, orfanatos, asilos, talleres de oficios, grupos de apoyo para todo
tipo de personas y grupos misioneros que son los únicos que se internan en las
villas en forma voluntaria.
¿No deberíamos revalorizarlos como factores claves de
transformación? ¿No deberían ser escuchados por los máximos responsables de las
políticas públicas, en forma periódica y permanente? Y lo más importante ¿no
deberían ser asistidos en forma estructural, para que sólo tengan que coordinar
y auditar, pero no encargarse de todo?
Al final de cuentas ellos no están para resolver las
falencias materiales, sino para asistir en lo espiritual. Pero helos allí: solos,
remando contra la corriente de las problemáticas más complejas, acompañados
siempre por un grupito de feligreses que nunca alcanza.
Las parroquias son verdaderos enclaves estratégicos del bien
común en los lugares más vulnerables de nuestra sociedad.
Hacen, en muchos casos, lo que Estado no logra hacer. Y
tienen la complejidad de las grandes empresas: necesitarían abogados,
contadores, arquitectos, ingenieros, trabajadores sociales, pedagogos,
comunicadores, especialistas en conseguir recursos -tanto económicos como
humanos- y especialistas en administrarlos.
Si no los ayudamos desde el Estado y desde la Sociedad
Civil, de manera más decidida y más estructurada, no podrán lograrlo solos. Los
laicos también somos responsables. Y estamos llamados a acompañar con horas,
plata y gestión.