En el 2009 tuve la oportunidad de
poner en el centro del debate el avance del narcotráfico en la Provincia de
Córdoba, con un informe que -entre otros puntos- anticipaba un incipiente
proceso de “favelización” de ciertos barrios de nuestra ciudad y un escenario descontrolado
de acopio y procesamiento de drogas a gran escala en esos barrios y en las
rutas más importantes del Valle de Punilla así como las que se dirigen hacia
Santa Fe, Capital Federal y Río Cuarto.
A seis años, nadie pone en duda
la gravedad del fenómeno, su profundidad y su extensión. Incluso está presente
en todos los discursos de los candidatos, afortunadamente. El problema es que
su avance es tan vertiginoso que ya obliga a un debate de características extraordinarias
para el que -temo- no estamos preparados.
Tomemos como parangón las guerrillas
de los años 60 y 70 en nuestro país. Los argentinos no tomamos conciencia del
clima de violencia que se estaba gestando hasta que ya fue demasiado tarde, ni
su ascendencia entre los jóvenes que pasaban a la clandestinidad o coqueteaban
con ella hasta que se los vio copando regimientos, combatiendo en la selva
tucumana o vanagloriándose por las bombas que ponían. Se subestimó el
financiamiento del comunismo desde el exterior, la ferocidad de los que daban
las órdenes así como la intensidad de los adiestramientos. Y cuando, al final,
una presidente ordenó aniquilar, terminamos con una dictadura que utilizó los
métodos más perversos para extirpar el fenómeno de cuajo. Hasta el día de hoy
Argentina no cierra esa herida mal tratada.
Hoy el narcotráfico está
escribiendo un nuevo capítulo de igual dramatismo que aquel. Se nos fue de las
manos ya en los barrios pobres de los principales centros urbanos, y ahora los
narcos lideran a miles de jóvenes en todo el país, los inspiran y los motorizan
en una cultura de lo clandestino y paulatinamente los van integrando en una
verdadera red de crimen organizado. Se nos ha escurrido en nuestra economía -ya
de por sí informal- y los cientos de millones de dólares del narcotráfico conviven
con nosotros, así como sus jefes que se han radicado en nuestros barrios. En
las campañas políticas de este año, han puesto dinero en cantidades importantes.
Y no debería sorprendernos que varios intendentes elegidos le respondan. De
hecho uno de los dirigentes más sospechados de hacer negocios directos con
ellos, podría convertirse en el gobernador de la estratégica provincia de
Buenos Aires. Lo más grave es cómo lograron instalar una aceptación social del
hábito del consumo.
Esto ya no es un fenómeno para
controlar con policías provinciales, para jueces y fiscales que no son
especializados en perseguirlos y que -en el mejor de los casos- están en
condiciones de atrapar uno cada tanto. No lo vamos a neutralizar en sus bases
territoriales con un par de equipos de trabajadoras sociales de algún
ministerio burocrático. Ya no es suficiente un Sedronar manejado con
voluntarismo. Ni siquiera lo es ya hacer funcionar los esperados radares del
norte del país, aún con la sanción de “leyes de derribo”. Esto pasó a otro
nivel y -en ese nivel- hay que tratarlo.
Ya estamos en la misma carrera
contra el tiempo que transitaron Brasil, Colombia, Perú y México. La existencia
misma del Estado Argentino, de nuestra sociedad y de su democracia está en
juego en el mediano y largo plazo si no reaccionamos.
Necesitaremos soluciones realmente
extraordinarias. Pero ¿cómo debatirlas e implementarlas en un marco de república
degenerada y populismo? Si lo hiciéramos bien, podemos descabezar estas redes, cortar
sus rutas de lavado de dinero y su vínculo corrupto con la política y el Estado;
juzgarlos y meterlos presos, enviando una señal contundente al mundo de que no
cuenten con Argentina como base logística.
Si en cambio pretendemos ir “de
abajo hacia arriba” y “despacio” volveremos a vivir otra vez en nuestra
historia nacional un fracaso terrible, con muertes, enfrentamientos de bandas y
mucho dinero suelto en la calle para corromper al que se cruce. Con infiltrados
de la peor calaña para detectar a los dealers barriales, cárceles llenas con el
último eslabón de la cadena pero resultados mínimos en el verdadero desafío que
es quebrar en un plazo breve ese lazo perverso e impune entre el poder, la
noche, el futbol, el delito y la droga.
Se que es doloroso asumir que nos
hemos convertido ya en un país narco. Nadie quiere escuchar eso. Pero negarlo o
subestimarlo es un suicidio colectivo.