Por distintas circunstancias de la vida, encaro esta Semana Santa
con una particular sensibilidad. Han pasado muchas (demasiadas tal vez) en las
que no se me movió un pelo. Pero esta vez hay algo…
Y hoy, mientras escuchaba el evangelio del Domingo de Ramos,
pensaba en esa historia tan compenetrante como es la de este nazareno
ingresando glorioso con su burrito a Jerusalén. Y los olivos levantados en alto
por la gente… y esa frase tremenda de la cena: “habiéndolos amado, los amo
hasta el extremo”. Las señales de lavar los pies con sus propias manos. Y
compartir el pan. El sabor amargo del traidor sentado a la mesa, el injusto
proceso que lo lleva a la cruz, las vacilaciones y las dudas de la noche del
huerto, las agachadas de su amigo Pedro, el sufrimiento, los latigazos, el
escarnio, el diálogo con los ladrones, con su madre y Juan (madre ahí tienes a
tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre) la muerte en cruz, esa frase tan angustiante: “Padre,
por qué me has abandonado?” que nos refleja tantas veces. El desbande de los
apóstoles…. Y la resurrección! Tan potente y tan paulatina para ser revelada a
los que más lo conocían…
Por un momento pienso y digo: si todo esto no es verdad, de
todos modos ha sido un antídoto fantástico para la humanidad durante estos
2.000 años para que seamos más humanos, más espirituales. Y atendamos al pobre,
al enfermo, al necesitado, al que está en la cárcel, al hambriento, al desnudo…
Para que nos sintamos pecadores. Pero también nos sintamos perdonados: que
existen siempre segundas oportunidades.
Pero ¿y si es verdad?
Entonces la trascendencia nos pega fuerte en el pecho. Y nos
obliga a replantearnos qué estamos haciendo con nuestras vidas -tan dignas pero
tan efímeras- que son simplemente un corto camino que prepara (y condiciona)
nuestra eternidad…
Si hay un Dios, creador del mundo y de todo, que tiene en su
propia génesis a un ser humano como Jesús y a un Espíritu que es capaz de
atravesarnos y a su vez integrarnos con el todo. Y resulta que este Dios se
muere de amor por nosotros. Y es todo perdón, todo bien. Y lo demuestra
naciendo en un pesebre, viviendo entre nosotros y aguantando pacífico la
incomprensión y que lo cuelguen en una cruz…
Si fuera verdad que este Dios –que entiende a los hombres porque
es hombre- nos marca el Camino, la Verdad y la Vida con sus consejos. Y resulta
que no es sólo un pensador o un brillante orador. Si no que es capaz de
atemperar las tormentas, curas a los enfermos, despertar a los muertos, multiplicar
los panes, perdonar a los pecadores….
Y si es verdad que al tercer día resucitó y se mostró, para
que creyéramos los que muchos siglos después no podríamos tener esa oportunidad….
Y si fuera cierto que le dijo a Pedro: “sobre esta piedra
construiré mi Iglesia”….
Si fuera verdad... Y nosotros creyéramos profundamente que es verdad, tengo la impresión de que ciertos valores personales cambiarían (me incluyo y me pongo primero en la lista, está claro)
Seríamos mucho más alegres! Porque estaría muy claro que nuestra vida trasciende. Y es infinita. Y estaría más que claro que los pesares de este mundo son “pequeños dolores de cabeza” en el
proceso de avanzar.
Seríamos mucho más seguros. Porque sabríamos que nosotros
ponemos nuestro granito de arena. Pero es este Dios enorme! tan cercano a
nosotros el que decide. Y todo indica que él se encargará de que la historia
finalmente termine bien.
Y muy probablemente seríamos más misericordiosos. Por el
otro, por el prójimo y su dolor. Y su injusticia. Y por nosotros mismos. Porque todos sabemos a donde nos
aprieta el zapato (“el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”)
Pero no me da. Soy de medio pelo. Sólo estoy diciéndome
y diciéndole a mis amigos: che, ¿si esto es verdad, no deberíamos revisar nuestra actitud? Porque si fuera verdad,
probablemente deberíamos ponernos un poco más las pilas.